lunes, 17 de agosto de 2009


Aparca y tómate una copa, mi niña

Sábado tarde. Tripa llena de pescadito frito y papas arrugás. Dos becarias dicharacheras se disponen a seguir la ruta hacia donde les lleve el destino, quizá sea Tuineje, quizá Betancuria. De momento se esfuerzan por llegar al coche con dignidad y metiendo tripa. Uf. El sol pica en esa cala del oeste de Fuerteventura. Y la carrocería del coche arde que da gusto. Pero ahí están ellas, morenitas y con sal por doquier, saliendo del aparcamiento a pie de playa.

De repente, mierda. No se acordaban de que para acceder a la calita habían tenido que bajar una pendiente más que empinada. Cuesta abajo hasta la mierda rueda, pero hacia arriba una se caga. Perdonad el tono escatológico, pero cada uno tiene sus fobias y entre mis top ten se encuentran las cuestas. No es vértigo. Es temor a que se cale el coche. Sí. Y si me queréis, ¡(no re)írse! Porque no tengo ni idea de arracarlo sin que se me vaya, al menos, 10 metros hacia abajo. Qué queréis que os diga, cada uno tiene su tendonciyo de aquiles.

A mitad de la subida, como no podía ser de otro modo, el coche acaba calándose. Yo, con la vista perdida, las lentillas pegadas y en estado de shock, ruego a mi compañera de viaje que se haga cargo de la situación, o que me trague la tierra, y que me cambie el sitio "porque sino la liamos parda". Mientras hablo, los pocos reflejos que me quedan me juegan una buena pasada y pongo el freno de mano. Algo es algo. Después de la súplica, mi compañera, tres años menor y con la cuarta parte de años de carnet que yo, sale del coche y se posiciona al pie del cañón. Eso es valentía.

En cuanto el coche de atrás se da cuenta de lo que está pasando unos metros más arriba, realiza la maniobra más inteligente que he visto en meses: Dar marcha atrás hasta la playa y evitar una catástrofe.

En el primer intento de mi compañera por subir, el coche retrocede los cinco metros estipulados. En el segundo, un ruido descomunal hace que la risa histérica se apodere de mí (y de mi 'arma') y que toda la calle se gire a mirarnos. Otro intento, otro estruendo aún mayor. Mi compañera jura que ella apreta el acelerador y deja ir el embrague en la medida exacta, que es el coche de alquiler el que no chuta. Sea como sea, tras dos intentos más de ruido, olor a quemado y pánico escénico (y a morir 'socarradas'), un buen hombre nos dirige desde lo lejos unas palabras de apoyo:

- Aparca...

Ya con los ojos llorosos, las dos pensamos que todo ha pasado, que el hombre nos sacará del apuro. "Lo va a subir hasta arriba de la cuesta, menos mal".

- ... y tómate una copa, mi niña.

¿Qué?

*

Varias horas después, las dos becarias se dirigen a El Cotillo a tomar el último baño del día y a investigar con sus gafas de buceo los cuatro pececillos de colorines de las rocas.

No saben exactamente cómo llegar hasta la calita del pueblo así que deciden preguntar a un grupo de jóvenes majoreros que ríe en la acera. "Parecen de aquí".

- Perdona, ¿la playa?
- ¿La playa...?

De repente, uno, dos, tres y hasta diez machos acuden a nuestro rescate. Debían de estar en la puerta de un bar o de caza esperando a su presa, porque sino no me explico de dónde sale tanta gente.

"Hay que ver lo majos que son en Canarias, qué atentos".

- ¿La playa...? -repite uno de ellos-. Mira aparca por aquí y tómate una copa, mi niña!

¡DIOS!